“Tócame” Relato erótico ganador del concurso Dolce Love

Como sabéis, este año he sido parte del jurado del Concurso de Relatos eróticos Dolce Love. Fue un placer para mí leer los 10 textos ganadores y seleccionar “Tócame”, el relato de Jonatan Bosque, como ganador. Aquí os lo dejo para que le déis un toque picante a vuestro día ¡estoy convencida de que os gustará!

“Emilio acaba de cerrar las puertas del centro de estética y se dirige, como cada tarde, al bar de la esquina. Lleva años dedicándose a los masajes terapéuticos en compañía de Yanira, la chica de las terapias alternativas y los tratamientos corporales.

—¿Lo de siempre? —pregunta Ron al ver a Emilio en la barra.
Emilio asiente, barriendo el local con la mirada como si estuviera buscando a alguien.

—¿Todo bien? —dice el camarero, rompiendo hielos de la cubitera.
Emilio sonríe, dice que sí, lo llama con un movimiento de dedos. Ron dice que ahora va, coge la botella y vierte el líquido.
Servido el zumo, Emilio da un trago.

Un cliente de la barra lo mira de reojo. Está sentado a pocos metros de él tomando un carajillo de anís. No puede evitar compararse a él, pues aunque son de la misma edad, Emilio es bastante más guapo, musculoso y atractivo.
—Hace un par de meses que visito a una paciente —comienza a decir Emilio en voz baja, echándose hacia delante y manteniendo a Ron en vilo—. Tiene un pinzamiento discal lateral, y cada miércoles se pasa por mi consulta para que le haga un masaje corrector…
El otro cliente, curioso, bebe un trago del carajillo. Se baja del taburete.
—Bueno pues… hoy ha venido…

El tipo busca la forma de acercarse y poder escuchar con claridad. Gira sobre sí y se coloca de espaldas a la barra. Emilio le queda a la derecha, apuntando hacia él su mejor oído.
—…acha perdida. Nada más verla entrar se lo he notado.
«¿Ha dicho borracha?», se pregunta el chafardero.
—Ha pasado a la sala y se ha quitado la blusa. Después ha empezado a desabrocharse el sujetador… Ahí, sin ningún pudor…
El camarero arruga la frente.
—…ya te digo que iba muy bebida.
El tipo del carajillo de anís confirma lo de «borracha».

—Total, que se ha tumbado en la camilla boca abajo y he comenzado el masaje. Soltaba algún gemido que otro, pero eso es normal en cuanto cogen confianza. Ha habido un momento en que…
Ron lamenta interrumpirle, pero debe atender a un cliente. Mientras lo hace, Emilio moja su labio en el zumo. Su lengua lo saborea. Despacio, sin tragarlo aún. Su mirada se cruza con la del tipo del café con anís, quien hace ver que lee el diario.
—Perdona, sigue… —dice Ron, volviendo al tramo de barra de Emilio.
—Nada, eso… Que ha habido un momento en que sólo respiraba y he pensado que se había quedado dormida, pero…

El cotilla se acerca a una de las páginas más próximas a Emilio simulando leer la columna de opinión. Apenas puede escuchar lo que dicen y eso le pone nervioso.
—…cuando me he acercado a comprobarlo —continúa Emilio en voz baja— ha exhalado una bocanada de aire, así, con adorno erótico y se ha dado la vuelta dejándome helado.
—¡¿Qué?! —exclama Ron con más aire que voz.
Emilio cruza el índice sobre sus labios pidiendo silencio al camarero.
—No he podido seguir con el masaje… Ha empezado a resoplar como una niña caprichosa y…
—Madre mía… —interrumpe Ron, desdoblando su atención hacia clientela del local.
—…tenía el pantalón desabrochado, así que cuando se ha bajado de la camilla y puesto de pie, se le ha caído. Ya sólo le quedaban puestas las bragas. Se ha vuelto a subir a la camilla y sentada frente a mí, las tetas al aire y las piernas abiertas, me dice: «Venga Emilio, no me dejes a medias: tú ya sabes lo que me pone…». En ese momento he pensado que se le había terminado de subir el alcohol a la cabeza. ¡Ni que yo hubiese tenido algo con esa mujer!
A Ron y al tipo del al lado se les hace difícil no quedar alucinados con lo que oyen.
De pronto, Ron suelta una carcajada.

—No te rías, ahora viene lo mejor —continua animado—. Yo ya tengo una edad, así que tampoco me he asustado, la he dejado hacer; sabía que no estaba bien y que llegaría un momento en que volvería en sí. Pero no. La tía se ha quitado las bragas y ha empezado a recorrerme la entrepierna con su pie, subiéndomelo por la cadera hasta que al final ha conseguido acariciarme la barbilla. Yo no he opuesto resistencia por temor a que se cayera de la camilla. Estaba echada hacia atrás, como una vedette, enseñándomelo todo. «Venga, termíname el masaje…», me dice la muy guarra, «tócame mientras me comes los dedos de los pies».

Ron se queda boquiabierto. Emilio da un trago de su zumo y continua:
—Como iba borracha, su sentido del equilibrio andaba resentido. Así que cuando ha intentado sentarse bien y me ha quitado el pie la cara, se ha resbalado y se ha ido hacia atrás.
Ron se tapa la boca con la mano.
—No he podido reaccionar a tiempo. La he sujetado por la pierna, pero como llevaba las manos untadas de aceite, se me ha resbalado y… ¡Pum! Golpe seco contra el suelo.
Ron se dobla hacia atrás en una sonora carcajada. El tipo del anís se rasca la nariz, pasa una hoja del diario, se termina el carajillo.
—Al poco de levantarse ha recobrado el sentido común, me ha pedido disculpas… Hasta se ha sincerado conmigo, la pobre. Por lo visto, la mujer está…

Emilio baja aún más la voz.
El chafardero se fija en los labios de Emilio. Cree haber captado las palabras «tratamiento psicológico», «pastillas» y «depresión».
—Problemas con el marido y yo qué sé qué rollos… —concluye Emilio, apurando los restos de zumo del vaso.
—Pfff. Cada casa es un mundo, macho —dice Ron, mientras abre una botella de cerveza y la sirve en barra a otro asiduo recién llegado.
El camarero, picado por la curiosidad y aprovechando su confianza con Emilio se atreve con una pregunta:
—Oye, y… ¿La tipa es de por aquí?

Emilio deja el vaso en la barra a modo de punto y final. Borra toda expresión de broma de su cara y le responde:
—Ahí ya sabes que no entro. Te lo he contado porque es gracioso y tal, pero el secreto profesional es sagrado.
Ron asiente comprensivo.
El tipo del carajillo ha escuchado esta parte con tanta claridad que hasta ha sentido un pellizco en el estómago.
—¿Qué se debe por aquí? —dice éste al fin mirando a Ron.
El camarero echa la cuenta de memoria. Le sigue el intercambio de un billete por algunas monedas y se marcha. Allí en la barra se quedan Emilio y Ron hablando de fútbol.

Al salir del bar, César —así se llama el chafardero—, camina calle abajo con las manos en los bolsillos. Piensa en la conversación del masajista con el camarero. Se pregunta quién será esa mujer. Por un segundo sospecha de su esposa. La idea no es descabellada teniendo en cuenta que los niños tienen natación los miércoles y la encargada de llevarlos es su suegra. Aunque después lo descarta, ya que los miércoles se reúne a merendar con las madres del colegio en la pastelería del centro.

Llegando al portal de su casa, hurga en su bolsillo y saca la llave. Cartas, ascensor, vecinos, puerta.
—Mari, ya estoy aquí.
María, su esposa, no responde pese a haber llegado antes. La televisión está encendida pero a media voz. Murmura palabras sueltas, como el masajista del bar, piensa César.
El baño está cerrado, intuye que su mujer está en la ducha. Entra en la cocina, coge la botella de anís, pero antes de servirse, un vuelco de inquietud lo frena. Las palabras «tratamiento psicológico», «pastillas», «depresión» reaviva sus sospechas. Devuelve la botella al mármol y camina hacia el baño. Toca a la puerta.
—¿Mari…? Mari.
La única respuesta es un continuo chorro de agua.
—Que entro… —avisa, mientras tuerce la manilla.
Una espesa nube de vaho lo absorbe. Cierra tras de sí.
Por unos segundos, César observa quieto la silueta de su mujer a través de la empañada mampara de ducha. Su cuerpo parece pintado al óleo, sus difuminadas curvas lo excitan.
—Mari, ya he llegado.

Maria no responde. Apenas se mueve. Su frente reposa en los azulejos mientras llueve el agua en su nuca.
César se fija en el montón de prendas tiradas en el suelo. Entre ellas destacan sus bragas, ¿o es un tanga?
—¿Los niños están en natación todavía? —pregunta César.
—Sí… —responde al fin María, con voz apagada pero involuntario tono erótico.

César acaba de tener una erección. Entre el vaho, la calor y la desnudez psicodélica de su mujer, César comienza a desvestirse. Camisa, vaqueros, todo al suelo… Abre la ducha, se mete dentro. María no se extraña. Se habrán duchado juntos cuatro veces en quince años de casados. Su intención, aunque novedosa, parece no interesarle. Al cerrar la puerta abatible, César repasa el cuerpo de María, todavía de espaldas a él. Continúa inflamándose gracias al enfoque que antes impedía la visión astigmática de la mampara empañada.
Apenas le ha dado tiempo a descender hasta sus caderas cuando un par de moretones en codo y hombro llaman su atención. Una fría cascada de frases salpicadas del masajista encogen sus carnes, retraen su pellejo y hielan su ánimo: «…echada hacia atrás», «se ha resbalado», «sujetado por la pierna», «golpe contra el suelo.»
«Es ella», resuelve.

César no sabe cómo reaccionar, qué decir o qué pensar. Preguntar ahora qué son esos moretones, piensa él, sería la peor forma de continuar. De ser ciertas las evidencias, la actitud de María con el masajista sería más que reprochable, pero descubrir que sobrelleva a escondidas una depresión por su culpa le preocupa aún más. «Problemas con el marido y yo qué sé qué rollos…», le recuerdan las palabras del terapeuta.
María continúa de espaldas a él, recibiendo un potente chorro de agua caliente espalda abajo. Un cauce que interrumpe César al pegar su pecho, obligando al torrente a bordear y alterar su recorrido. Vuelve a inflamarse. Rodea a María con sus brazos y la besa en la nuca, el trapecio, el hombro. Ella reacciona bien, uniéndose a él por zonas que aún no habían juntado. Las manos de ambos se entrelazan en la cintura de ella.
Al poco, César comienza a estrujar y a pellizcar sus duros pezones. María separa sus piernas, le muestra el camino.

–No… prefiero verte —le susurra al oído.

A María le cuesta reconocer el tono cariñoso de César, pero al final obedece. Se miran, ya no como meros desconocidos, sino como recién descubiertos. Se desean como hacía tiempo no lo hacían.
María alarga su mano para masturbar a César, pero él se lo impide con dulzura. La besa en la mano y se arrodilla ante ella. Un beso en el ombligo, otro en la cadera. César se bebe el agua que resbala por las ingles de María. Después posa sus labios sobre su depilada vulva y hunde la lengua en ella. María gime de placer; se toca los senos, descuelga el cabezal de la ducha y lo abraza en su pecho.

Sin dejar de probar a su mujer y obligado a cerrar los ojos por las salpicaduras de agua, César acaricia su pierna derecha. Desciende por el muslo hasta llegar al tobillo. Una vez allí despega su boca del viscoso clítoris para levantar el pie de María y observarlo como a un precioso zapato en la palma de su mano. Es la primera vez en quince años que César repara en el esmalte de uñas de su esposa, quien hoy luce una perfecta manicura francesa y un anillo en el dedo anular. «Venga, termíname el masaje…», le recuerda su orgullo, «tócame mientras me comes los dedos de los pies». Las palabras del masajista resuenan en su cabeza. Le abren una herida, sí, pero también le ayudan a cerrar las de María.
Huérfano en realidad de cualquier fantasía sexual, César acerca sus labios al pie que sostiene en alto. Con fingido fetichismo, los besa y lame mientras estimula su vagina con espesa destreza.

El goce debilita a María, que prefiere ahora tumbarse en la ducha con las piernas abiertas. César sumerge su cabeza entre ellas, alternando dinámicos lametones en su sexo con un voraz lengüeteo entre los dedos de sus pies. María se vuelve loca.
—¡Fóllame! —le pide.

César se tumba sobre ella y la roza con su miembro, erecto como pocas veces, untándose la punta en néctar de deseo. Inflamado y jugoso, su coño engulle el mástil y lo clava hasta el fondo. La boca de ella, a medio abrir, articula una «a» perpetua por donde exhala una muda súplica que él aspira una y otra vez. Tan cerca sus labios ahora, que se acarician y rozan, como queriendo y no formar un beso claro, racionando el intercambio de saliva entre ambos.
—¿Y tu pie? —pregunta él de pronto, buscando con su mano a ciegas a su espalda.
—Aquí —le susurra ella, curvando sus piernas y haciéndole alcanzable uno de ellos.

Su mano encuentra el pie de María y lo abraza con sus dedos, acariciando su empeine con el pulgar mientras la mira desde arriba en su constante balanceo. Sus pupilas se han acostumbrado a la falta de matices que impone el vaho, y en el contraste de luces y sombras se reconocen, se ven, se sienten. César penetra a María con más fiereza, hasta que tanta belleza y placer le obligan a cerrar los ojos, a pocos empujes de bañarla por dentro.
—¡Mírame…! ¡Mírame…! ¡Mírame! —le ruega ella, jadeante, a cada embestida de cintura.
Él abre los ojos. La mira, la mira, la mira… hasta que sus ritmos cambian, se intensifican y retuercen, muriendo finalmente dentro del otro, abrazados y fundidos por quince años más.

A la semana siguiente, Emilio cierra como cada tarde las puertas de su consulta y camina hacia el bar de la esquina.
—¿Lo de siempre? —pregunta Ron al verlo en la barra.
Emilio asiente cabizbajo mirando el móvil.
El camarero vuelve a preguntarle si todo va bien. Abre el botellín de zumo, vierte el contenido, crujen los hielos del vaso.
Emilio sonríe, responde que sí, da un trago.

—Oye —dice Ron—, ¿ha vuelto a ir la loca de los masajes?
Emilio está confundido, frunce el ceño. ¿Qué loca?, pregunta.
—Aquella que se cayó de la camilla, la que quería tema contigo.
Emilio se ríe. Ahora recuerda.
—Pues no, la verdad es que no —responde—. Hoy precisamente tenía cita, pero no se ha presentado.
El camarero chasquea la lengua. Bromea diciendo que se habrá buscado a otro. Emilio resopla aliviado, le sigue el juego. Después mira a su derecha, también a su izquierda.
Hoy tampoco hay chafarderos.

Jonatan Bosque

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